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por Sebastián Castro

Creo que he buscado héroes durante toda mi vida.

Ficticios o reales, el sólo hecho de que una persona arriesgue su integridad por otras, no sólo me conmueve; me motiva. Parto con esa confesión porque creo que las siguientes palabras pueden estar emborrachadas de este perfil fanático: a mis ojos, los cómics y las películas son tierra fértil para enviar mensajes potentes, para salvarnos de una realidad que muchas veces no acomoda ni acompaña.

Imaginen, por ejemplo, 1941. En medio de la segunda Guerra Mundial, los niños leían las páginas con la esperanza de que algún titán los liberara de la oscura sombra nazi. Claro, tenían revistas con las aventuras de Superman y Batman, dos hombres instalados en ambos extremos de la justicia, pero no les era suficiente, ya que cientos de otros enmascarados habitaban el imaginario en una seguidilla de variaciones del mismo tema: vengadores que lograban la paz -como los soldados en batalla- con armas y puños como guía frontal. Sus principios, muchas veces, se veían truncados por la violencia y al poco tiempo se hizo necesario una nueva opción. El psicólogo William Moulton Marston, creador del polígrafo, imaginó a un guerrero que pusiera la compasión antes de los golpes, usando el amor como brújula. Y para diferenciarlo aún más, instaló una idea que resultaba totalmente radical para la época… tendría que tratarse de una mujer.

Salvo contadas excepciones, era primera vez que una señorita se convertía en heroína por mérito propio. No se trataba de una versión femenina de sus compañeros, sino que contaba con sus propias armas y aún más, filosofía. La visión de Moulton Marston (famoso feminista de la época, que practicaba abiertamente el poliamor y admiraba profundamente a la mujer como equivalente) trataba de una doncella nacida en una isla donde sólo nacían amazonas, bastante alejada del “mundo del hombre” y sus causas, pero que al momento de encontrar conflicto representaba las virtudes griegas de Platón más que ningún otro enmascarado: peleaba por lo bueno, lo bello y lo verdadero.

Nunca entendí como dejamos pasar 75 años sin una versión de esa Mujer Maravilla tal como su creador la proyectó. Mientras el personaje de historieta fue desde el primer minuto un ícono feminista por su poder, diseño y libertad, los productores de Hollywood declararían por décadas que “era muy difícil, casi imposible” llevarla a la gran pantalla. Parecía que en sus cabezas no podía existir esta diosa invencible y femenina, que repartía castigo sólo a quienes no escucharan un mensaje que trataba de amor y compasión. Es en esa oscilación eterna donde reside el alma divina de la heroína, donde se marca una diferencia fundamental y lo que parecía espantar a los productores. “Difícil, casi imposible”. Tuvieron que aparecer mapaches soldados, árboles y planetas parlantes en las salas para que por fin comprendieran que una mujer poderosa si era plausible para el espectador.

Wonder Woman llega hoy a nuestros cines de igual manera que lo hizo en los cómics, atendiendo un llamado que los otros héroes no podían llenar ni con chistes ni con peleas, ni mucho menos con oscuridad. Mientras diariamente vivimos rodeados de discusiones sobre diversidad y respeto, el largometraje de la talentosa Patty Jenkins -que ya había presentado un infierno femenino en Monster– no es sólo una simple adaptación: es una declaración de principios. No necesita agregar discursos, porque entiende que con el título basta. El nuevo aire se respira en las secuencias que dibujan el viaje del héroe de Campbell con una mirada elegante, acorde con los blockbusters y el código de las capas, pero renovándolo con un ángel que parecía perdido.

Es una historia que hemos leído antes. Nos cuenta de Diana (casting perfecto con Gal Gadot), princesa de Themyscira, aquella sagrada tierra de guerreras griegas creadas por los mismos dioses para defenderlos. Pero todo cambia cuando a esta Isla Paraíso llega Steve Trevor (un iluminado Chris Pine), valiente soldado que trae sobre sus botas la guerra que las amazonas tanto veneran pero han decidido alejar. La Mujer Maravilla decide internarse en el mundo de los hombres porque no basta con tener principios escritos en piedra: hay que saber cuándo aplicarlos. Y a pesar de que significa perder su inocencia y divinidad, Diana toma una decisión. Hace años que no veía a un héroe en pantalla hacer lo mismo.

La Mujer Maravilla no sólo se encarga de sus villanos, sino de sus víctimas. Aplica puños, pero también sonrisas. Es, desde el Superman de Donner, la visión más cristalina de una buena persona. Y vaya cambio que ello hace. Desde el momento en que descubre a Trevor, hasta que sube las trincheras para enfrentar las balas de la Gran Guerra, hay un aura de heroísmo y entrega como habíamos dejado de ver hace años.

Wonder Woman es una película importante porque nos habla de poder, pero también de comprensión, de cariño, de hermandad. Quizás estábamos acostumbrados al marketing de la violencia en las películas, pero si hablamos de los núcleos que definen al superhéroe, esa es sólo la herramienta básica que disfraza un mensaje más profundo y sincero: una preocupación real por el mundo que hoy encuentra cabida. Como película, está lejos de ser perfecta, pero es la consolidación de ese mensaje, escrito hace 75 años atrás, el que la eleva por sobre los falsos intentos de sacrificio que nos han intentado vender.

Durante demasiado tiempo, busqué en el cine a esos héroes que me inspiraron desde niño, y todo lo que anhelaba lo encontré por fin en esta mujer.